miércoles, 23 de mayo de 2007

Aventura de Don Quijote y sus ojos...

Ricardo Contreras
TERTULIA LITERARIA EL TUNEL


Comienza una nueva aventura de nuestro personaje, Don Quijote de la Mancha; pero en esta ocasión sí que fueron extrañas las circunstancias en que transcurrieron los hechos. Estaba el caballero librando una feroz batalla contra uno de los monstruos más comunes de estas tierras: Analfabetismo; sí, amigos, Analfabetismo, singular monstruo que destruye a sus contrincantes dándoles golpes en la cabeza hasta que olvidan leer y escribir, y hasta pierden el gusto y el interés por este tipo de aventuras —porque leer es una de las más grandes aventuras que tiene nuestro estimado caballero—.
Sin embargo, los resultados fueron diferentes: a pesar de que el Quijote se defendió con fuerza y gallardía, el malvado Analfabetismo logró conectarle severo golpe en el casco que le cubría la cabeza, con tal intensidad que nuestro personaje salió volando hasta chocar con Sancho. Para completar la mala suerte, a ambos se les salieron los ojos de las cuencas, yendo a parar en algún lugar desconocido. Creyendo de esta forma derrotado a Don Quijote, partió Analfabetismo, buscando nuevas víctimas para sus fechorías.
—Sancho, ¿dónde estás, Sancho?
—Aquí, señor. Es que se me han volao los ojos
—Lo sé amigo, lo sé; pero ¿a donde irían a parar? Si tú fueras un ojo, ¿dónde te gustaría estar?
—Seguramente en el puesto.
—No, Sancho, no. No estás pensando como ojo.
—Pero, señor, ¿acaso los ojos piensan?
—Mira, Sancho: nuestros ojos están en plena libertad y ahora mismo se han ido a buscar lo que más anhelan, así que es hora de que vayamos pensando como ojos, ¿qué quisiéramos ver?
—Bueno, a mí posiblemente me gustaría ver un buen plato de comida, porque tengo mucha hambre.
—Tú no cambias. Mejor busquemos la forma de encontrarnos para, en compañía, descubrir mejor lo que tocamos.
Es así como nuestros dos personajes fueron dando tumbos hasta poder hallarse. En ese instante emprendieron viaje; pero algo les obstaculizaba el camino, les impedía el paso.
—¿Qué tenemos a los pies, Sancho?
—No lo sé, señor.
—Pues, ¿qué estás esperando para averiguarlo?
—Nada, sino que no me atrevo a tocarlo, yo no soy caballero como usted, yo soy su escudero. Tóquelo usted que sí es valiente.
—Vaya, Sancho, que no solamente eres perezoso; ahora resulta que también eres cobarde. Vamos a ver que es lo que tenemos aquí.
Don Quijote alargó su mano lentamente hacia el suelo hasta encontrarse con algunas piedras que poseían formas muy particulares.
—Óyeme bien, Sancho, creo que nos hemos encontrado con unas garzas que se han vuelto duras como la piedra.
Sancho empezó a palpar de igual forma el obstáculo en el camino.
—Señor, yo creo que solamente son piedras, piedras con formas algo raras.
—¿Pero es que no lo comprendes? Eso es lo que el encantador quiere que creamos, que son solamente piedras, así como quiere que crea que estoy vencido porque me ha dejado ciego y supone que de ahora en adelante perderé mi gusto por los libros. Pero no, no ha sido así, mi fiel amigo, por que los libros habitan en regiones insospechadas. Además, como recordarás que te dije alguna vez, las palabras tienen el poder de traspasar lo físico: atraviesan paredes, muros, ciudades e incluso algunas se sientan juntas a contemplar el atardecer. Por ejemplo, Sancho, ahora mismo estamos hablando sin necesidad de utilizar nuestros ojos; es más, podemos imaginarnos lo que sucede. Vamos, haz el ejercicio, concéntrate en lo que oyes, en lo que hueles, en lo que palpas con la palma de tu mano.
Después de un buen rato en el que Sancho permaneció en silencio, dijo:
—Ya está, que oigo algo como a rayos, como una tormenta. Es más: hasta logro sentirla en mi cuerpo.
—Es tu estomago el que retruena de hambre, por eso no te has podido concentrar. Pero, bueno, vamos entonces a buscar de nuevo nuestros ojos.
De esta forma nuestros dos intrépidos amigos siguieron el camino: dejando atrás aquel primer obstáculo, se internaron en un bosque sin percatarse se ello. El viento que soplaba por ese lugar hacía que algunos árboles agitaran sus ramas, que chocaban unas contra otras las hojas; en ocasiones, el tronco se balanceaba, emitiendo un chillido lento y profundo.
—¿Sí oyes, Sancho?
—¿Qué, señor?
—Los árboles. El viento acaricia sus ramas y les arranca hermosas melodías. ¿Escuchas sus chillidos melancólicos como los de aquel que ha vivido más de cien años y no tiene a quien contarle todo lo que han visto?
—Pero, señor, si los árboles no tienen hojas, ¿cómo pueden ver?
—Escucha Sancho lo que dice un famoso poeta pamplonés en su poema Pájaros de Tinta:
Si el árbol puede ver y tocar
Sin ojos y sin manos
¿Entonces por qué no oír
el canto de los pájaros invisibles
en sus ramas?
—Puedes oírlos, amigo. Vamos, inténtalo; óyelos cantar —insistió Don Quijote—.
Sancho se concentró de forma tal, que por un momento todo su cuerpo pesaba más de lo acostumbrado. Preguntó a su amo si esto era normal, a lo que nuestro caballero andante respondió
—Claro, Sancho: empiezas a entender que no es necesario tener los ojos en el puesto para ver. Recordarás aquel fragmento del hermoso libro El Principito: “No se ve bien sino con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos, he aquí mi secreto, es muy sencillo, los hombres han olvidado esta verdad, tú no la olvides nunca.”
—¡Ahora empiezo entender, señor; ahora empiezo a entender!
Los dos aventureros, tendidos en el césped, se imaginaban cosas, lugares y personas fantásticas. Comprendió Sancho la alegría de saber y de leer, porque a pesar de no tener ojos, aprendió en ese pequeño instante a leer los latidos de su corazón, sintió que respiraba por primera vez, que nacía en una nueva dimensión, donde se pertenecía a sí mismo gracias al conocimiento que había llegado de su ser.
—Gracias, señor, me has hecho entender muchas cosas que ignoraba de mí.
—¿Y oíste los pájaros cantar?
—Sí, los he oído.
Maravillosamente, abrieron los párpados y sus ojos se encontraban allí de nuevo.
—¡Sancho, los ojos nos han vuelto, han regresado a sus cuencas!
—¡Sí, señor, puedo ver!
Los dos amigos saltaron, corrieron, rieron persiguieron alguna ardilla que merodeaba por el lugar, y extasiados de felicidad se sentaron a contemplar el atardecer.
—Sancho, amigo mío, te veo un brillo especial en los ojos.
—Bueno, por una parte es el hambre que tengo.
—Ah, Sancho, tú no cambias
—Pero, por otra parte, es la alegría que llevo dentro.
—¿Y por qué estás alegre, amigo?
—Porque desde niño he querido conocer el mar, hasta ahora no lo he hecho, pero siento vibrar el mar que llevo dentro.
Mientras decía esto se le escapó una lágrima, que descendía por sus mejillas como un delfín de cristal.
—Vaya, Sancho; eso es hermoso
—Gracias, señor. ¿Sabe que me gustaría que me hiciera dos favores?
—Claro, no faltaba más, mi fiel escudero.
—Primero que me preste uno de esos libros que usted tanto lee.
—¡Vaya!, me sigues sorprendiendo, Sancho.
—Y segundo y más importante…
—Habla, amigo, habla.
—¿Podría repartir ya la cena?

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