lunes, 18 de junio de 2007

Recordar o mentir: oficios de dios

Manuel Iván Urbina Santafé

Aproximación a la obra del escritor invitado, Cristian Valencia, realizada en el taller literario de la Red Nacional de Talleres del Ministerio de Cultura y el Banco de la República.


Creen que imagino,
pero eso no es
cierto: sólo
recuerdo.

Vincent van Gogh (Stone, 1984)

Entrando por el final

Cuando termina de leer “El eterno vuelo de Giselle” (Valencia, 2005) –una de las crónicas favoritas de su autor, el periodista y novelista Cristian Valencia–, no le queda al lector el recuerdo de una historia más, o una anécdota que sorprende, sino “El Cuento” como el escritor anuncia en la entradilla. No es sólo la relación del hecho (la pérdida de la memoria de una mujer, su vida en las calles de Bogotá), sino que allí se participa de la angustiosa incertidumbre de su protagonista, sus intentos de recrear el pasado, que la hacen oscilar entre realidad y fantasía, y los esfuerzos del escritor por hacerse suplantador o dios de Giselle, para dar razón de ella, de su existencia incompleta, del territorio vedado desde donde emergió. Se propone el narrador ponerse en su lugar, para dar las respuestas pendientes; sin embargo, ese dios está limitado. No obstante, hablando de Giselle, narrando su historia, se construye a sí mismo como fabulador y ser de fábula, porque se sabe parte del nuevo mundo del escrito.

El texto íntegro atrapa al lector; pero al final lo aguarda la estocada: “Ahí le dejo esa inquietud, señor periodista”, concluye Giselle; “ahí les dejo esa inquietud”, se apresura Cristian Valencia a descargar en el lector ese fardo, la obsesión de Giselle que viene desde la sombra a que se redujo su memoria. El escritor advirtió que esa frase –tan adecuada para una cuentista callejera como para la Esfinge– es una clave mágica que impide que cese la lectura, pues nos devuelve a la obra para hacerla perdurable; ya no es posible escapar u olvidar, porque toca las fibras del ser y el olvido, enfrentando al interlocutor con un sentir universal.

¿Quién narra?

El texto inicial es el relato oral; el final, una crónica tan bien “aceitada” como El Cuento en su forma oral. Como se trata de un género venido de la historia, emparentado con los orígenes de la novela, periodístico y literario a un tiempo, el periodista Cristian Valencia no demora en dar paso a Cristian Valencia, el escritor, que juzga la realidad de Giselle, o su versión, como un artefacto literario: “Lo más impresionante de semejante cuento es la urdimbre literaria que lleva implícita”.

Valiéndose también de las posibilidades que brinda el género, ya en el tercer párrafo El Escritor se hace cargo de la historia: un narrador en primera persona suplanta a Giselle, pero no en plan de iguales, sino como una deidad literaria que asume el ser de esa mujer para ordenar su relato. Estrategia de cronista, orientada a aclarar para sí mismo y para el lector los hechos, o estrategia de creador, que toma para sí la historia y traslada su botín a la ficción, como hace deliberadamente el novelista.

Matrioska, espejos o laberintos

La crónica que narra Cristian Valencia está contenida en un envoltorio especial que la hace más atractiva: a la manera de las cajas chinas o de las muñecas rusas –Matrioska, madrecita–, donde una figura aparece dentro de la otra, y otra más pequeña dentro de ésta, así las versiones van conformando un juego de realidades posibles, de narradores responsables de darle al lector –al escritor también, y a la misma Giselle– razón de la vida que una mujer perdió en los laberintos de su mente.

La historia que nos comienza a contar el dios de Giselle, no es una versión completa, ni segura, pues existe el grueso filtro de la amnesia, que niega de plano la posibilidad de acceso. Ni siquiera a ella le pertenece lo que cuenta, pues refiere la versión de Pepe, su compañero, tamizada a través de los delirios de bazuco.

Y dentro de esta incierta caja china, hay otra, que se declara la más “aceptable” explicación del origen de Giselle: la de Pinocho. Y quizá sea suspicacia de lector, pero el autor de esta versión dentro de la versión de Pepe, tiene dos características para tomarlas con beneficio de inventario: primera, es el nombre de un mentiroso; segunda, es un nombre tomado de la literatura. Y, bueno, vale incluir otra interpretación “iluminada”: ¿Pepe no será amigo, homónimo, sucedáneo, o algo, de Pepe Grillo, la conciencia del primer Pinocho?

Un envoltorio mayor es la escritura, esa es la muñeca rusa que recibe el lector de manos de Cristian Valencia y de los múltiples seres que en él se apresuran a contar. Una muñeca especial, vestida de crónica, con los variados colores de la historia, de la literatura, tal vez con el pudor de alguna pretensión de objetividad.

Los planos de realidad

Es Mario Vargas Llosa en su libro Gabriel García Márquez: historia de un deicidio, quien enumera unos planos de realidad: dos dentro de la obra (lo real objetivo y lo real subjetivo, sea que el escritor pretenda comunicar lo exterior o recrear su mundo interior) y uno fuera de la obra: la “realidad real”, el contexto en que viven los seres que describen y son descritos en un texto. Ya la atención del cronista, su interés por contar “objetivamente” los hechos, muda la realidad en un objeto que está en el interior de la obra y de su creador; esto es igual de cierto cuando el escritor es un historiador. Valga esta cita donde Vargas Llosa aplica esas categorías al análisis de la obra cumbre de Gabo: "... esta operación de 'desmesurar' cuantitativamente lo real objetivo hasta mudarlo en imaginario, se aplica en Rabelais, de manera sistemática, sólo a algunos aspectos de lo real objetivo, en tanto que otros pasan a la ficción con los rasgos cuantitativos que tienen en la realidad real. Exactamente lo mismo ocurre en Cien años de soledad." (Vargas Llosa, 1971, pág. 173).

Pues bien, la realidad que ocupa mayoritariamente la crónica no es la “real” (esta incluso se ignora y se pretende proteger), sino la incierta circunstancia desde donde vino Giselle, amurallada en primera instancia por la memoria perdida, y luego por otras circunstancias que el indigente lector puede cuestionar, sin esperar respuesta de esa mujer y sin darle oportunidad de defenderse. Como ciertos amigos griegos hacían intervenir dioses para resolver conflictos humanos y narrativos, resultará lícita la imprudencia de clasificar dentro de la técnica Deus ex machina algunos elementos del escrito: el primero, el papel que se perdió el día límite entre la amnesia y el recuerdo y que, a diferencia de Pepe, sí lo podrían leer Cristian y sus lectores; el segundo, las huellas que se borraron, hecho del cual, estando las manos permanentemente en el área de visión, ella no hizo conciencia sino bajo la ducha, preparándose para la inminente visita a la Registraduría, mientras Pepe, Pinocho y Juan de Dios esperaban al pie de la puerta. Este es, sin duda, un momento “literario”; cinematográfico incluso: está ubicado en el lugar justo (¿por el cronista o por la informante?). No se incluye en la clasificación un tercer elemento, el de la visita a la Registraduría, porque ya dijo Carlos Fuentes en el reciente homenaje a García Márquez, que en nuestro medio Franz Kafka sería un escritor costumbrista.

En la realidad de la crónica (que correspondería en la novela a la realidad de la ficción, del arte-facto), Cristian Valencia es ayudado no sólo por su narrador en primera persona, acusado ya de dios y suplantador, sino por la creadora principal, con su técnica narrativa de construir y reconstruir sin afirmar nada, dejando así un buen espacio al lector.

En la realidad real, Giselle tiene una “nueva vida”; incluye a Pepe, Pinocho y Juan de Dios, las calles de Bogotá, las flores del cementerio, los enamorados que compran esas flores en la Zona Rosa. Es su nuevo asidero; ya no tiene un papel que la identifique, ahora su identidad es una historia. Una nueva memoria la aleja de la locura. Y aquí tienen la palabra los hacedores: “La biografía nos dice ‘eres lo que fuiste’. La novela dice: ‘eres lo que imaginas’. La confesión nos dice: ‘eres lo que hiciste’. Pero biografía, confesión o novela requieren memoria, pues la memoria, dice Shakespeare, es el guardián de la mente.” (Fuentes, 2002).

Ya que la incertidumbre y el no-saberse son temas en la crónica analizada, no se distinguen los límites entre la realidad real, la supuesta existencia de la que vino Giselle y la realidad de la crónica. No es fácil advertir cuándo se muda entre realidad y fantasía, o realidad y creación. No se sabe cuándo está de vuelta desde esas instancias. Con todo, esa definición de planos de realidad pasa por inocua e “irreal”. Y no hace falta la cita de autoridad de Gabriel García Márquez en Cómo se cuenta un cuento: “La imaginación trabaja sobre esos datos [los que da la realidad] y a menudo se queda corta, como es natural. Porque la inventiva de la realidad no tiene límites.” (García Márquez, 1995)

El escritor reflexiona sobre su oficio

La presencia de El Escritor no se percibe solamente por las estrategias que pone por obra, sino especialmente por las reflexiones que hace sobre su oficio y el proceso de creación en general. Una lectura intencional detecta al menos siete de esas intervenciones.

Desde el inicio, el cronista le da a Giselle status de creadora, reconoce su “infalible técnica narrativa”, que combina realidad, recuerdos e imaginación, en un acuerdo inmejorable. Después de pensar en lo que piensa todo artesano, artista, creador o descubridor –en los aprendices–, Cristian Valencia nos propone su propia creación como modelo: “supongo que alguno de los relatos sería más o menos así”.

Uno de los primeros trayectos en la construcción de una historia es el de la verosimilitud; algunos escritores lo salvan mencionando un antiguo manuscrito que al fin deciden dar a la imprenta; otros mencionan un personaje, lugar o tiempo conocidos; otros entran de lleno dentro de la historia y de inmediato el lector firma el acuerdo con el creador, con la única condición de que la obra esté bien escrita. Giselle sostiene su historia en unos recuerdos borrosos, en sueños y suposiciones, en posibles lecturas, y en un informante que casi no puede dar razón de sí mismo.

Pero hay también una forma, que se podría llamar negativa, de darle verosimilitud a un relato. Giselle lo utiliza, iniciando con la confesión: “poco me importa la veracidad de tales hechos”, y reconociendo enseguida ante la audiencia posible que puede tratarse de un juego. ¿No le importa que le crean? Sí le importa. Pero llega a la verosimilitud por otro camino: si la historia no la tiene, si hay baches evidentes, es mejor confesar para ganarse la confianza –o la compasión– de ese juez riguroso que se acomoda delante del texto. Reconocer las debilidades es también una estrategia, con ellas se suscribe un convenio con cláusulas y condiciones aceptables, que no ofenden la inteligencia de nadie y, de paso, pueden convertirse en excelente técnica narrativa, como en las múltiples voces que relatan la muerte de Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada.

Por ese mismo camino, Giselle (o el narrador encargado por Cristian) sigue contándole intimidades creativas a los lectores (aquí en plural), que para algunos será una amabilidad excesiva. Pero bueno, en todo caso hay que ajustar los “tornillos”, como dice Gabriel García Márquez, para que la insistencia en el “Dice que dijo, Dice que dije” no vaya a sonar “odioso y le quite ritmo a la narración”. El diablo es puerco.

Al final del relato, le quita la palabra Cristian a su narrador para insistir en la verosimilitud, para excusarse tal vez por su intervención –por demás permitida en este género– ; entonces reconoce que incluyó, para darle la merecida altura literaria, “los artilugios necesarios de la ficción”. No es posible juzgar al escritor y recriminarle aquello de “Excusa no pedida…”, porque en varias momentos de la lectura surgió la pregunta de si sería Cristian o Giselle quien le narraba. Además, es precisamente en este punto de la estructura que Cristian desmonta al lector en la realidad real, alelado e indigente, para entregarle el fardo de incertidumbre que se nombró al comienzo.

Y, en el último párrafo, no se despide una mujer sin huellas, sino varios seres, a saber: Cristian El Escritor, El Periodista que lo acompaña, y otro Cristian que se asoma con insistencia en el argumento, el Realizador de Cine. (Perdón por las mayúsculas).

Regresar siempre

Y luego de todo el recorrido de lectura y análisis, puede regresar el lector al título “El eterno vuelo…”. No se sabe ya si será el que la trajo a las calles de Bogotá, desde una ciudad europea o desde cualquier capital latinoamericana; o el vuelo que desde niña soñó Giselle y, que en todo caso, a este mismo lugar la condujo; o el decolaje de los recuerdos, ese aleteo imperfecto de la memoria que se destroza contra un muro, y deviene en el avión de papel –o de palabras– que Pepe encontró un día en el cementerio, en medio de cuerpos mutilados; o el vuelo afortunado que la sacó del conjeturado hospital mental y la trajo a esta realidad, donde puede ser una mejor Giselle, Campoalegre o la Siempreviva (nombre y apodo insisten en su oposición al camposanto y a cualquier abolición del ser), liberada de remordimientos y tristezas, aunque no del todo aliviada de la carga de las preguntas. No obstante, libre, sí, de la esperanza, a la que no pretende dar oportunidad; esa que Nietzsche llama “odiosa palabra”, causa de sufrimiento –lo advirtieron a tiempo los estoicos pero nadie les hizo caso–, pues coloca al deseo en vilo, y desgarra al ser entre la realidad y una posibilidad lejana, inalcanzable o definitivamente inexistente, no-posibilidad.
Ya que esta es una historia depositada hace tiempo en alguna acera bogotana, el vuelo puede aludir a la imaginación, que pone al escritor a corregir –y al lector a completar– los olvidos de Dios. Viaje atizado por la pobreza o el placer de contar, cernido entre delirios de bazuco, documentos y huellas indescifrables e irrecuperables; mediado por las palabras de Cristian y los muchos seres que lo acompañan a narrar; alentado por la locura o la amnesia, que muy bien ayudan a remontar la cometa, pues las dos consideran a la memoria un tesoro, en evidente peligro de ser saqueado. Este vuelo condujo a Giselle al lugar donde armaron para ella la única historia que sabe de sí, que la lanza a contar, y esto es todo lo que tiene, lo único que heredan los lectores y que “si bien se mira –Gabo dixit–, no sirve para nada”.

Para el taller

Una historia siempre invita a su mundo; la lectura invita a la escritura; la realidad a la imaginación, y viceversa. Por eso, la protagonista de esta crónica, su cronista, los talleristas de la Red Nacional de Talleres, los hijos de vecino, y muy especialmente abuelos, cuenteros y escritores, quedan atrapados en ese limbo entre la realidad y la imaginación, que a todos deja insatisfechos pero anhelantes, con cierta manía definida por Ítalo Calvino en una crónica decididamente fantástica:

…esa manía de quien cuenta historias y nunca sabe si son más hermosas las que ocurrieron de verdad, y que al evocarlas traen consigo todo un mar de horas pasadas, de sentimientos menudos, tedios, felicidades, incertidumbres, vanaglorias, náuseas de uno mismo, o bien las que se inventan, en las que se corta por lo sano y todo parece fácil, pero después cuanto más se disparata más advierte uno que vuelve a hablar de las cosas que le han ocurrido.” (Calvino, 1988, pág. 199)


Bibliografía

Calvino, I. (1988). Nuestros antepasados. Madrid: Alianza Tres.
Fuentes, C. (27 de octubre de 2002). Gabo: memorias de la memoria. Imágenes, Diario La Opinión , 6.
García Márquez, G. (1995). Cómo se cuenta un cuento. Bogotá: Voluntad.
Stone, I. (1984). Codicia de vida. Barcelona: Plaza y Janés.
Valencia, C. (2005). El eterno vuelo de Giselle. Bogotá: En: www.populardelujo.com sección textos/bogotá08/2005.
Vargas Llosa, M. (1971). Gabriel García Márquez: historia de un deicidio. Caracas: Monte Ávila.

miércoles, 6 de junio de 2007

EL ETERNO VUELO DE GISELLE

Cristian Valencia

Cree llamarse Giselle Campoalegre. Cree tener 44, y ser bogotana. Y cree,
también, que sobrevivió a un accidente aéreo pero no sabe a cuál. Todo eso dice
que cree, y está convencida de que algo ha de ser cierto. Sus compañeros de
camino le dicen La siempreviva. De camino, digo yo, para nombrar esa horda de
miserables que deambulan por la ciudad con la casa al hombro como cangrejos
ermitaños. Mientras me cuenta El Cuento, sentados en un andén del centro de la
ciudad, al menos cinco indigentes más se han arrimado a escucharla. La conocen,
claro está, pero quieren oírla una vez más por el sólo placer de alucinar con la
historia de nuevo, de salirse con la imaginación de su desdichado destino de
legionarios del fin del mundo. Todos están tan concentrados y divertidos con las
palabras de Giselle, que es fácil adivinar que se sienten en cine, viendo una
película de Jacky Chan, por ejemplo. Como niños en el teatro, aferrados a sus
sillas, que de vez en cuando se atreven a conversar con el héroe o el villano.
Porque aquella historia tiene acción, drama, dolor e injusticia, tamizado todo
aquello por un cedazo tejido con fino humor negro, inclemente, que a veces raya
en la perversidad. Lo más impresionante de semejante cuento es la urdimbre
literaria que lleva implícita. Porque Giselle construye y reconstruye esa
historia con retazos de recuerdos, o trozos de la imaginación, de tal suerte que
jamás afirma nada…

— No puedo asegurarlo, porque tengo amnesia. Eso dicen los médicos —dice, y es lo único que dice con absoluta certeza.
Una escuela literaria debería usar la infalible técnica narrativa de Giselle para enseñar a nóveles narradores. Y si así fuere, supongo que alguno de los relatos sería más o menos así…
Los médicos me han dictaminado amnesia el día de hoy.Creo que tienen razón. Ignoro si lo que les voy a contar es producto de la imaginación, o de algunos pequeños relámpagos de memoria que insisten en construirme un pasado. Como es obvio, la mayoría de los detalles se me escapan, cosas circunstanciales que sin embargo no logran alterar el drama central de mi relato. Lo único que puedo decir es que tengo, o creo tener, recuerdos muy vívidos de un accidente aéreo del cual salí ilesa. Ahora mismo no podría decir si haber sobrevivido fue mi bendición o mi condena. A veces me sorprendo a mí misma por la cantidad de palabras que manejo y la información que tengo. Me sorprendo porque desde que me acuerdo vivo en la calle: soy una indigente más de esta ciudad fría e inclemente, que si en el pasado tuvo una vida con más comodidades, hoy en día prefiere la calle por elección. Es el único lugar que me ha recibido con amor y me ha aceptado con mis problemas, mis saltos al vacío y mis incongruencias.
Lo que contaré a continuación, lo sé porque me lo han referido personas de la calle que me vieron aparecer repentinamente en su mundo. Esa versión, aunque no tenga certeza de ella, es la más consistente de todas cuantas he tejido y por eso quiero atenerme a ella. Confieso que hoy poco me importa la veracidad de tales hechos, pero no deja de divertirme el juego de construir un pasado novelesco que, además, podría resultar cierto. Al fin de cuentas, nadie hasta el momento ha aparecido para desmentirme o reconocerme. Poco me importa ya lo que pasó porque me habitué a la calle. Tengo un compañero que me ama y con él disfrutamos andando como gitanos en esta metrópoli de sorpresas. Así que, a los que piensen que soy una oportunista, les digo que no estoy buscando retribuciones de ningún tipo. Hace tiempo dejé de vivir con la ilusión de encontrarme de frente conmigo misma; desistí porque no podía seguir viviendo el presente en busca de un pasado incierto, porque en la búsqueda de mi identidad fui maltratada como ser humano, y porque me enamoré de las únicas personas que me brindaron su apoyo.
Pepe me dijo que me encontró llorando, sentada en un andén cerca del cementerio Central. Él pasaba por allí porque estaba recogiendo rosas del piso, para luego arreglarlas un poco, envolverlas en celofán y tratar de venderlas a los enamorados en la noche. Trataré de reconstruir los diálogos que dice Pepe que tuvimos, y para ello tendré que recurrir al obligado y necesario Dice que dijo, Dice que dije, aunque suene odioso y le quite ritmo a la narración. Pueden ustedes, amables lectores, omitirlo mentalmente al final de cada acotación, si con ello se sienten más tranquilos.
— ¿Qué le pasa señorita? ¿Por qué llora? —dice que dijo Pepe cuando me vio, tratando de encontrar mi rostro con la mirada.
Dice que cuando levanté la cara para verlo mis ojos se iluminaron, cosa que creo verdadera. Porque puedo imaginar a una mujer como yo, sumida en la más rotunda tristeza y desolación, a la que una voz le pregunta qué le pasa, y cuando ella lo mira descubre que esa voz pertenece a un hombre que lleva en sus brazos, con extremo cuidado y dedicación, un cargamento de rosas rojas al borde de la muerte que piensa resucitar.
— No sé quién soy, señor. Ni por qué estoy aquí ni de dónde vengo. No sé nada, señor. Lo único que dice algo sobre mí es este papel —dice que dije, y que luego se lo extendí para que lo viera.
Lo que siguió a continuación, si fue o no fue tal cual, sin duda fue tramado por esos dioses griegos cuando se ensañaban contra uno de sus héroes. Pepe no sabía leer, y le daba igual ver o no ver el papel. Dice que se lo leí y que recuerda que pronuncié mi nombre, el nombre que llevo hoy en día: Giselle. Del apellido y los demás detalles poco recuerda, tan sólo que leí algo de una indemnización, y lo demás es producto de sus propios delirios. Para entonces Pepe estaba colgado en el bazuco pero todavía tenía vestigios de humanidad. Hacía acopio de sus últimas energías para resistirlo, creía como todos que no estaba en el fondo, que saldría de la calle, y se llenaba de mentiras con su precario trabajo. Hoy en día Pepe apenas puede respirar, la tristeza insondable de la droga lo ha convertido en un remedo de hombre, un fantasma que no sabe dónde penar porque todavía no se ha enterado de su muerte.
Aquel día me propuso hacer la ronda con él, y dice que primero arreglamos las flores y que luego caminamos hacia el norte de la ciudad para venderlas en los bares. Que nunca antes había vendido tantas como esa noche porque yo entraba con un ramillete de rosas, les mostraba a los clientes el único documento de identidad que llevaba, y les suplicaba que leyeran. Nadie lo hacía, como es obvio, porque en esta ciudad hay batallones de desposeídos que llevan papeles similares como única comprobación de su penoso estado, como si el infortunio escrito fuera evidencia contundente de una verdad. Llevan recetas médicas, diagnósticos macabros de salud, cuentas por pagar en un hospital de maternidad, narraciones desafortunadas de la guerra, títulos de propiedad de una tierra perdida, lista de útiles escolares, boletas de una recién adquirida libertad; de todo y para todos los gustos. Pero es que son tantas las notas tristes dándole la vuelta a la ciudad, y desde hace tanto tiempo, que es comprensible la actitud de quienes deberían condolerse. Se conduelen antes de leer, cuando lo hacen, sonríen piadosamente y entregan una moneda. ¿Qué tendría mi nota para ser única entre ese extenso libro que camina inédito por la ciudad?
Me dice que cuando terminamos comimos pollo en Cali mío, y que luego me llevó a la pensión donde se quedaba, en la calle 23 debajo de la décima. Recuerdo con vaguedad lo del pollo y la llegada al edificio. Aquello bullía de gente como si no fueran las cuatro de la mañana sino la primera hora hábil de un juzgado. Cuatro pisos inundados de personas en las escaleras, en los pasillos; salían de lo que parecían apartamentos pero todo el edificio era una enorme pensión habituada por trabajadores de la calle: hablo de jíbaros, de prostitutas y homosexuales, de vendedores y pedigüeños, de rateros y otros criminales que saludaban a Pepe con naturalidad. En el piso tres estaban los más íntimos, que comenzaron a preguntar por mi presencia. Pepe les contó nuestro encuentro, les dijo que a partir de ese día yo sería su socia porque la prosperidad estaba conmigo y con “ese papelito que tiene”. Entonces saqué el papel, que me fue arrebatado por los más interesados, dando comienzo a una tormenta de conjeturas sobre mi procedencia. Pepe dice que fue un hombre apodado Pinocho, quien pudo hacer una versión aceptable de cómo había sucedido mi extravío. Dice Pepe que Pinocho dijo que cuando llegué a El Dorado hice algo que no estaba en el plan. A lo mejor entré al baño antes de llegar a migración, y me perdí de las personas que estaban al tanto de la situación. Que luego salí del baño sin saber por qué estaba allí y fui caminando por donde no debía hasta llegar a la calle; y que entonces, lamentablemente, había cortado para siempre con el pasado y los hechos que me produjeron la amnesia.
La conmoción que causó mi presencia en aquel edificio duraría una hora, cuando mucho. Una hora de especulaciones, de risas, de fantasías y de planes con el dinero de la supuesta indemnización. Luego se fueron armando grupitos que comenzaron a conversar sobre otros asuntos más importantes para ellos. Y después de aquella barahúnda ya no quedó nada para mí. El bendito papel había desaparecido. A partir de entonces recuerdo mi vida con absoluta claridad. No dejo de pensar en los dioses griegos, en los mismos que enloquecieron a Ajax hasta hacerlo tomar venganza contra un pocotón de reses indefensas pensando que lo hacía contra el ejército de Aquiles. Como si con la pérdida de la última evidencia de mi pasado hubieran quedado satisfechos de su deber cumplido, con una sonrisa de soslayo y algo de compasión para mí. “Desde ahora que lo recuerde todo”, habrán dicho. De ser cierto todo aquello, esto que les he contado según la versión de Pepe antes de caer en Gamínedes para siempre, la única explicación que tendría para lo que le pasó a esa pobre mujer, a esa Giselle que recién despertaba de un estado de shock, supuestamente a mí, es que soy un experimento de los hados.
La desesperación que me embargó cuando supe irremediablemente perdida mi identidad logró conmover la tensa tranquilidad que se vivía en aquella guarida.
— No sé quién ni para qué se robó mi papel, pero tiene que aparecer —grité en la mitad del pasillo.
Pepe hizo algunas indagaciones en todos los pisos, pero en la medida que aparecían los supuestos culpables de tan infame robo, brotaban peleas malditas a cuchillo, gritos de espanto y amenazas, tropeles de puños estrellándose rabiosos contra el aire, como si fueran elocuentes palabras de un jurista de la Corte Suprema defendiendo la honradez de un inocente.
Uno de aquellos sospechosos, que se había defendido como una bestia acorralada, la emprendió contra mí con palabras que no quisiera transcribir textualmente:
— Mire, señora, el único avión que usted conoce se llama Pepe y usted ni cuenta se ha dado todavía —dijo, más o menos así, y todo el escenario estalló en carcajadas.
Pepe me llevó a su cuarto, bajó de la cama una de las espumas que hacían de colchón y tendió las dos camas. En ese momento me di cuenta del cansancio que llevaba encima. Ignoro cuántas horas llevaba despierta. Si era verdad lo del papel, que ahora no sé si existió, entonces yo venía de un país extranjero en donde me atendieron como una víctima; a lo mejor estuve en un hospital por dos o tres días y luego me empacaron para Colombia con ese bendito papel y un par de chaperonas encargadas de todos los trámites necesarios. Me dormí pensando que no debía tener familiares ni amigos, porque nadie fue por mí hasta esa otra ciudad, que ignoro si se trata de Nueva York o Madrid, como suelen hacer con víctimas de un accidente aéreo. A lo mejor era una comerciante solitaria, apenas conocida de un puñado de socios comerciales. Pensaba que la hipótesis de Pinocho podría resultar cierta, porque es fácil salir de cualquier aeropuerto por un lugar distinto a migración. Es fácil querer equivocar la salida, o equivocarla por torpeza, y de repente estar caminando por la pista, por ejemplo, cosa que durará un minuto a lo sumo porque la seguridad se encargará de sacarlo a uno a la calle mientras se clavetean por el radio que una loca burló las barreras. También he pensado que todo aquello es una invención mía, que yo misma diseñé ese laberinto infranqueable, esa trampa perfecta de la imaginación. Que ni siquiera me llamo Giselle, que me volé de un sanatorio a donde me internaron familiares pobres que no podían hacerse cargo de mí. Y que había enloquecido en una covacha con piso de tierra, en alguna ladera tugurial por donde surcaban el firmamento diariamente los aviones.
Seguro soñé con viajar desde muy niña, y siempre que pude leí sobre las ciudades, revisé mapas y estuve colada más de una vez en el aeropuerto, en la zona internacional, de donde ya habrán perdido la cuenta de cuántas veces me han tenido que sacar. Seguro seré La loca de la pista. Porque de otra manera no me explico mi conocimiento del tejemaneje de un aeropuerto, ni mi recuerdo sobre ese pasillo largo que precede a los funcionarios del DAS que sellan la entrada al país; ni esos destellos primaverales sobre el lago artificial del parque El Retiro en Madrid, o la vitrina en forma de hangar de la estación de Atocha.
Pepe me despertó a las dos de la tarde. Estaba juagada en sudor porque mal soñaba con un descampado repleto de cuerpos mutilados, y un reguero de ropa tirada por el piso que se perdía hasta el infinito.
— Pinocho tiene una buena idea —me dijo Pepe.
— ¿Apareció el papel?
— No, pero Pinocho trajo a un amigo que nos ayudará.
Juan de Dios es un hombre que roza los cincuenta ahora. Había sido administrador de empresas en su temprana adultez y tenía una forma de saber quién era yo. Juan de Dios también vivía de la calle pero no era drogadicto. Lo fue por poco tiempo, dice, pero lo suficiente para salir del establecimiento por el shut de basuras. Poco quiere hablar de su pasado, no le gusta que le pregunten y está lleno de amor. Todos lo quieren de verdad, y a veces no falta quien diga que es un Corazón con patas. Juan de Dios quería ir conmigo hasta la Registraduría para que me identificaran. Buena idea. Por lo general, las personas de la calle son las menos prácticas, se enredan en cosas diminutas porque desconocen el funcionamiento de casi todo, pero en el arte de la sobrevivencia con poco o nada son los mejores. Cuando salí del cuarto me encontré frente a frente con Juan de Dios que no quiso mirarme a los ojos. Pinocho, en cambio, llevaba su rostro iluminado, completamente feliz de lucir su imaginación para solucionar problemas. Le sonreí agradecida. Pepe me prestó su toalla y me dijo que en el segundo piso estaba la ducha. Para Pepe yo era su programa del día: incluía baño, almuerzo con pescado, visita a la registraduría, identificación positiva, recolección de rosas en el cementerio Central, arreglos florales y distribución a los clientes de los bares del norte.
Pero en la ducha me di cuenta del sello definitivo que ponían los dioses griegos sobre mi pasado. Mis huellas dactilares no existían. Las palmas de las dos manos estaban consumidas por lo que parecían quemaduras recientes. ¡Dios santo! Me acurruqué a llorar sin consuelo, dejando que cayera el agua sobre mi cuerpo, sin poder entender por qué me cerraban tan abruptamente toda comunicación con lo que fue mi vida. Me sentía entonces, y me siento ahora, como alguien que reencarnó; pero quienes tenían a su cargo cerrar la puerta de todos los recuerdos a mi nacimiento lo olvidaron, dejándome a merced de innumerables dejavús y una buena dosis de pesadillas y malos recuerdos que se repiten con cierta periodicidad.
Juan de Dios insistió en que fuéramos pese a la ausencia de líneas y huellas. Me aseguró que había otros métodos para identificar personas, habló de la ciencia, de medicina atómica, reactores nucleares, el mapa genético del hombre, las pruebas de ADN. Cuando terminé de vestirme y salí del cuarto, me conmoví mucho al ver a Pepe, Pinocho y Juan de Dios esperándome juntitos al pie de la puerta. Creo que fue en ese momento que empecé a desinteresarme por saber cosas de La otra, aceptando con resignación, con algo de dicha, la nueva vida que me abría sus puertas con tanta facilidad. Ahora pienso que soy una mujer fuerte, sicológicamente hablando, porque hubiera podido enloquecer para siempre, paseando por la ciudad en busca del tiempo perdido, preguntando a los viandantes si mi rostro les era familiar. O soy una loca muy inteligente, si es que fui yo quien invento todo este mecanismo tan preciso para lanzarle un portazo a un desagradable pasado.
Entiendo la actitud de los celadores de la registraduría al negarnos la entrada. Nuestro argumento para ingresar era del todo absurdo: “es que ella sobrevivió a un accidente aéreo en el extranjero, no sabe a cuál ni en dónde porque padece amnesia desde entonces; y por eso tiene que hablar con alguien que la pueda identificar, ¿entiende?”. Mucho menos iban a entender en cuanto los solicitantes parecíamos sacados de una pieza teatral del absurdo. Pinocho, a pesar de su buena apariencia no lucía bien porque insistía en llevar su amuleto de la buena suerte: un vistoso collar hecho con diminutos carritos de plástico; Pepe llevaba la única chaqueta que tenía, llena de huecos, raspones, taches y chuzos, herencia de un amigo punquero que se fue para Medellín; Juan de Dios vestía un traje de paño dos tallas más chico que él, sobre una camiseta naranja desteñida por los hippies; y yo, que vestía con cierta normalidad, no podía parecer menos inadaptada que ellos, porque era la sobreviviente amnésica del argumento y además venía con ellos.
Esa noche fuimos a trabajar juntos al norte. Fui con pleno conocimiento de lo que hacía, sin remordimientos ni angustias, ni siquiera sentía tristeza. Nos dividimos los bares y vendimos todas las rosas que llevábamos antes de la una de la mañana. Estábamos tan contentos que decidimos irnos a bailar. Compramos una botella de brandy y emprendimos para un bar cerca de la calle del cartucho, donde paraba la mayoría de quienes vivían en la pensión de la 23. Varios aplaudieron cuando me vieron entrar, y no sé a quién se le ocurrió gritar que llegó la siempreviva. Desde entonces vivo de la calle y no me da vergüenza decirlo. Me gusta el licor pero no bebo mucho, fumo ocasionalmente y no soy drogadicta: no me gusta ni la marihuana.
Lo que ha pasado conmigo después ya no merece ser contado; al menos no quisiera hacerlo porque he estado presente en cada uno de los momentos que he vivido. Se trata de mi intimidad y la quiero proteger.
Ah, y si alguno de ustedes cree saber quién soy, le ruego el favor de no tomarse el trabajo de decírmelo.
Es todo.
Cuando cae el telón nos damos cuenta que seguimos en la calle. Que hemos pasado más de una hora escuchando el cuento de Giselle. Es obvio que ella lo articula de otra manera y su relato está nutrido por preguntas de los escuchas que súbitamente cambian la línea argumental. Pero Giselle sabe usar el lenguaje, atrapar la atención, generar expectativa, hacer silencios elocuentes como puntos suspensivos en la cornisa de un edificio. Lo que acabo de escribir para ustedes aunque tenga todos los artilugios necesarios de la ficción, es la verdadera historia de esta mujer contada con la altura literaria que se merece. Es la trascripción adornada de un relato oral sobre una historia que la misma narradora no sabe si es o no verídica. Una historia de la calle, contada en la calle por una mujer dueña de una elegancia que se resiste a ocultarse tras esa facha de recicladora, que una vez termina de hablar se levanta del andén donde hemos asistido al cine para ver una cinta que le hubiera gustado ver al mismísimo Ingmar Bergman, y me sonríe con dulzura.
— Ahí le dejo esa inquietud, señor periodista —me dice, ya sobre la marcha, dándome la espalda pero mirándome de soslayo, con cierto devaneo cinematográfico también.
Me dice adiós con su mano sin huellas y se marcha con paso de desgano tropical. Y me quedo allí, alelado como los indigentes que la escucharon junto a mí, pensando en escribir para ustedes todo esto y poder terminar con las palabras de ella: ahí les dejo esa inquietud.

miércoles, 23 de mayo de 2007

Aventura de Don Quijote y sus ojos...

Ricardo Contreras
TERTULIA LITERARIA EL TUNEL


Comienza una nueva aventura de nuestro personaje, Don Quijote de la Mancha; pero en esta ocasión sí que fueron extrañas las circunstancias en que transcurrieron los hechos. Estaba el caballero librando una feroz batalla contra uno de los monstruos más comunes de estas tierras: Analfabetismo; sí, amigos, Analfabetismo, singular monstruo que destruye a sus contrincantes dándoles golpes en la cabeza hasta que olvidan leer y escribir, y hasta pierden el gusto y el interés por este tipo de aventuras —porque leer es una de las más grandes aventuras que tiene nuestro estimado caballero—.
Sin embargo, los resultados fueron diferentes: a pesar de que el Quijote se defendió con fuerza y gallardía, el malvado Analfabetismo logró conectarle severo golpe en el casco que le cubría la cabeza, con tal intensidad que nuestro personaje salió volando hasta chocar con Sancho. Para completar la mala suerte, a ambos se les salieron los ojos de las cuencas, yendo a parar en algún lugar desconocido. Creyendo de esta forma derrotado a Don Quijote, partió Analfabetismo, buscando nuevas víctimas para sus fechorías.
—Sancho, ¿dónde estás, Sancho?
—Aquí, señor. Es que se me han volao los ojos
—Lo sé amigo, lo sé; pero ¿a donde irían a parar? Si tú fueras un ojo, ¿dónde te gustaría estar?
—Seguramente en el puesto.
—No, Sancho, no. No estás pensando como ojo.
—Pero, señor, ¿acaso los ojos piensan?
—Mira, Sancho: nuestros ojos están en plena libertad y ahora mismo se han ido a buscar lo que más anhelan, así que es hora de que vayamos pensando como ojos, ¿qué quisiéramos ver?
—Bueno, a mí posiblemente me gustaría ver un buen plato de comida, porque tengo mucha hambre.
—Tú no cambias. Mejor busquemos la forma de encontrarnos para, en compañía, descubrir mejor lo que tocamos.
Es así como nuestros dos personajes fueron dando tumbos hasta poder hallarse. En ese instante emprendieron viaje; pero algo les obstaculizaba el camino, les impedía el paso.
—¿Qué tenemos a los pies, Sancho?
—No lo sé, señor.
—Pues, ¿qué estás esperando para averiguarlo?
—Nada, sino que no me atrevo a tocarlo, yo no soy caballero como usted, yo soy su escudero. Tóquelo usted que sí es valiente.
—Vaya, Sancho, que no solamente eres perezoso; ahora resulta que también eres cobarde. Vamos a ver que es lo que tenemos aquí.
Don Quijote alargó su mano lentamente hacia el suelo hasta encontrarse con algunas piedras que poseían formas muy particulares.
—Óyeme bien, Sancho, creo que nos hemos encontrado con unas garzas que se han vuelto duras como la piedra.
Sancho empezó a palpar de igual forma el obstáculo en el camino.
—Señor, yo creo que solamente son piedras, piedras con formas algo raras.
—¿Pero es que no lo comprendes? Eso es lo que el encantador quiere que creamos, que son solamente piedras, así como quiere que crea que estoy vencido porque me ha dejado ciego y supone que de ahora en adelante perderé mi gusto por los libros. Pero no, no ha sido así, mi fiel amigo, por que los libros habitan en regiones insospechadas. Además, como recordarás que te dije alguna vez, las palabras tienen el poder de traspasar lo físico: atraviesan paredes, muros, ciudades e incluso algunas se sientan juntas a contemplar el atardecer. Por ejemplo, Sancho, ahora mismo estamos hablando sin necesidad de utilizar nuestros ojos; es más, podemos imaginarnos lo que sucede. Vamos, haz el ejercicio, concéntrate en lo que oyes, en lo que hueles, en lo que palpas con la palma de tu mano.
Después de un buen rato en el que Sancho permaneció en silencio, dijo:
—Ya está, que oigo algo como a rayos, como una tormenta. Es más: hasta logro sentirla en mi cuerpo.
—Es tu estomago el que retruena de hambre, por eso no te has podido concentrar. Pero, bueno, vamos entonces a buscar de nuevo nuestros ojos.
De esta forma nuestros dos intrépidos amigos siguieron el camino: dejando atrás aquel primer obstáculo, se internaron en un bosque sin percatarse se ello. El viento que soplaba por ese lugar hacía que algunos árboles agitaran sus ramas, que chocaban unas contra otras las hojas; en ocasiones, el tronco se balanceaba, emitiendo un chillido lento y profundo.
—¿Sí oyes, Sancho?
—¿Qué, señor?
—Los árboles. El viento acaricia sus ramas y les arranca hermosas melodías. ¿Escuchas sus chillidos melancólicos como los de aquel que ha vivido más de cien años y no tiene a quien contarle todo lo que han visto?
—Pero, señor, si los árboles no tienen hojas, ¿cómo pueden ver?
—Escucha Sancho lo que dice un famoso poeta pamplonés en su poema Pájaros de Tinta:
Si el árbol puede ver y tocar
Sin ojos y sin manos
¿Entonces por qué no oír
el canto de los pájaros invisibles
en sus ramas?
—Puedes oírlos, amigo. Vamos, inténtalo; óyelos cantar —insistió Don Quijote—.
Sancho se concentró de forma tal, que por un momento todo su cuerpo pesaba más de lo acostumbrado. Preguntó a su amo si esto era normal, a lo que nuestro caballero andante respondió
—Claro, Sancho: empiezas a entender que no es necesario tener los ojos en el puesto para ver. Recordarás aquel fragmento del hermoso libro El Principito: “No se ve bien sino con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos, he aquí mi secreto, es muy sencillo, los hombres han olvidado esta verdad, tú no la olvides nunca.”
—¡Ahora empiezo entender, señor; ahora empiezo a entender!
Los dos aventureros, tendidos en el césped, se imaginaban cosas, lugares y personas fantásticas. Comprendió Sancho la alegría de saber y de leer, porque a pesar de no tener ojos, aprendió en ese pequeño instante a leer los latidos de su corazón, sintió que respiraba por primera vez, que nacía en una nueva dimensión, donde se pertenecía a sí mismo gracias al conocimiento que había llegado de su ser.
—Gracias, señor, me has hecho entender muchas cosas que ignoraba de mí.
—¿Y oíste los pájaros cantar?
—Sí, los he oído.
Maravillosamente, abrieron los párpados y sus ojos se encontraban allí de nuevo.
—¡Sancho, los ojos nos han vuelto, han regresado a sus cuencas!
—¡Sí, señor, puedo ver!
Los dos amigos saltaron, corrieron, rieron persiguieron alguna ardilla que merodeaba por el lugar, y extasiados de felicidad se sentaron a contemplar el atardecer.
—Sancho, amigo mío, te veo un brillo especial en los ojos.
—Bueno, por una parte es el hambre que tengo.
—Ah, Sancho, tú no cambias
—Pero, por otra parte, es la alegría que llevo dentro.
—¿Y por qué estás alegre, amigo?
—Porque desde niño he querido conocer el mar, hasta ahora no lo he hecho, pero siento vibrar el mar que llevo dentro.
Mientras decía esto se le escapó una lágrima, que descendía por sus mejillas como un delfín de cristal.
—Vaya, Sancho; eso es hermoso
—Gracias, señor. ¿Sabe que me gustaría que me hiciera dos favores?
—Claro, no faltaba más, mi fiel escudero.
—Primero que me preste uno de esos libros que usted tanto lee.
—¡Vaya!, me sigues sorprendiendo, Sancho.
—Y segundo y más importante…
—Habla, amigo, habla.
—¿Podría repartir ya la cena?