lunes, 18 de junio de 2007

Recordar o mentir: oficios de dios

Manuel Iván Urbina Santafé

Aproximación a la obra del escritor invitado, Cristian Valencia, realizada en el taller literario de la Red Nacional de Talleres del Ministerio de Cultura y el Banco de la República.


Creen que imagino,
pero eso no es
cierto: sólo
recuerdo.

Vincent van Gogh (Stone, 1984)

Entrando por el final

Cuando termina de leer “El eterno vuelo de Giselle” (Valencia, 2005) –una de las crónicas favoritas de su autor, el periodista y novelista Cristian Valencia–, no le queda al lector el recuerdo de una historia más, o una anécdota que sorprende, sino “El Cuento” como el escritor anuncia en la entradilla. No es sólo la relación del hecho (la pérdida de la memoria de una mujer, su vida en las calles de Bogotá), sino que allí se participa de la angustiosa incertidumbre de su protagonista, sus intentos de recrear el pasado, que la hacen oscilar entre realidad y fantasía, y los esfuerzos del escritor por hacerse suplantador o dios de Giselle, para dar razón de ella, de su existencia incompleta, del territorio vedado desde donde emergió. Se propone el narrador ponerse en su lugar, para dar las respuestas pendientes; sin embargo, ese dios está limitado. No obstante, hablando de Giselle, narrando su historia, se construye a sí mismo como fabulador y ser de fábula, porque se sabe parte del nuevo mundo del escrito.

El texto íntegro atrapa al lector; pero al final lo aguarda la estocada: “Ahí le dejo esa inquietud, señor periodista”, concluye Giselle; “ahí les dejo esa inquietud”, se apresura Cristian Valencia a descargar en el lector ese fardo, la obsesión de Giselle que viene desde la sombra a que se redujo su memoria. El escritor advirtió que esa frase –tan adecuada para una cuentista callejera como para la Esfinge– es una clave mágica que impide que cese la lectura, pues nos devuelve a la obra para hacerla perdurable; ya no es posible escapar u olvidar, porque toca las fibras del ser y el olvido, enfrentando al interlocutor con un sentir universal.

¿Quién narra?

El texto inicial es el relato oral; el final, una crónica tan bien “aceitada” como El Cuento en su forma oral. Como se trata de un género venido de la historia, emparentado con los orígenes de la novela, periodístico y literario a un tiempo, el periodista Cristian Valencia no demora en dar paso a Cristian Valencia, el escritor, que juzga la realidad de Giselle, o su versión, como un artefacto literario: “Lo más impresionante de semejante cuento es la urdimbre literaria que lleva implícita”.

Valiéndose también de las posibilidades que brinda el género, ya en el tercer párrafo El Escritor se hace cargo de la historia: un narrador en primera persona suplanta a Giselle, pero no en plan de iguales, sino como una deidad literaria que asume el ser de esa mujer para ordenar su relato. Estrategia de cronista, orientada a aclarar para sí mismo y para el lector los hechos, o estrategia de creador, que toma para sí la historia y traslada su botín a la ficción, como hace deliberadamente el novelista.

Matrioska, espejos o laberintos

La crónica que narra Cristian Valencia está contenida en un envoltorio especial que la hace más atractiva: a la manera de las cajas chinas o de las muñecas rusas –Matrioska, madrecita–, donde una figura aparece dentro de la otra, y otra más pequeña dentro de ésta, así las versiones van conformando un juego de realidades posibles, de narradores responsables de darle al lector –al escritor también, y a la misma Giselle– razón de la vida que una mujer perdió en los laberintos de su mente.

La historia que nos comienza a contar el dios de Giselle, no es una versión completa, ni segura, pues existe el grueso filtro de la amnesia, que niega de plano la posibilidad de acceso. Ni siquiera a ella le pertenece lo que cuenta, pues refiere la versión de Pepe, su compañero, tamizada a través de los delirios de bazuco.

Y dentro de esta incierta caja china, hay otra, que se declara la más “aceptable” explicación del origen de Giselle: la de Pinocho. Y quizá sea suspicacia de lector, pero el autor de esta versión dentro de la versión de Pepe, tiene dos características para tomarlas con beneficio de inventario: primera, es el nombre de un mentiroso; segunda, es un nombre tomado de la literatura. Y, bueno, vale incluir otra interpretación “iluminada”: ¿Pepe no será amigo, homónimo, sucedáneo, o algo, de Pepe Grillo, la conciencia del primer Pinocho?

Un envoltorio mayor es la escritura, esa es la muñeca rusa que recibe el lector de manos de Cristian Valencia y de los múltiples seres que en él se apresuran a contar. Una muñeca especial, vestida de crónica, con los variados colores de la historia, de la literatura, tal vez con el pudor de alguna pretensión de objetividad.

Los planos de realidad

Es Mario Vargas Llosa en su libro Gabriel García Márquez: historia de un deicidio, quien enumera unos planos de realidad: dos dentro de la obra (lo real objetivo y lo real subjetivo, sea que el escritor pretenda comunicar lo exterior o recrear su mundo interior) y uno fuera de la obra: la “realidad real”, el contexto en que viven los seres que describen y son descritos en un texto. Ya la atención del cronista, su interés por contar “objetivamente” los hechos, muda la realidad en un objeto que está en el interior de la obra y de su creador; esto es igual de cierto cuando el escritor es un historiador. Valga esta cita donde Vargas Llosa aplica esas categorías al análisis de la obra cumbre de Gabo: "... esta operación de 'desmesurar' cuantitativamente lo real objetivo hasta mudarlo en imaginario, se aplica en Rabelais, de manera sistemática, sólo a algunos aspectos de lo real objetivo, en tanto que otros pasan a la ficción con los rasgos cuantitativos que tienen en la realidad real. Exactamente lo mismo ocurre en Cien años de soledad." (Vargas Llosa, 1971, pág. 173).

Pues bien, la realidad que ocupa mayoritariamente la crónica no es la “real” (esta incluso se ignora y se pretende proteger), sino la incierta circunstancia desde donde vino Giselle, amurallada en primera instancia por la memoria perdida, y luego por otras circunstancias que el indigente lector puede cuestionar, sin esperar respuesta de esa mujer y sin darle oportunidad de defenderse. Como ciertos amigos griegos hacían intervenir dioses para resolver conflictos humanos y narrativos, resultará lícita la imprudencia de clasificar dentro de la técnica Deus ex machina algunos elementos del escrito: el primero, el papel que se perdió el día límite entre la amnesia y el recuerdo y que, a diferencia de Pepe, sí lo podrían leer Cristian y sus lectores; el segundo, las huellas que se borraron, hecho del cual, estando las manos permanentemente en el área de visión, ella no hizo conciencia sino bajo la ducha, preparándose para la inminente visita a la Registraduría, mientras Pepe, Pinocho y Juan de Dios esperaban al pie de la puerta. Este es, sin duda, un momento “literario”; cinematográfico incluso: está ubicado en el lugar justo (¿por el cronista o por la informante?). No se incluye en la clasificación un tercer elemento, el de la visita a la Registraduría, porque ya dijo Carlos Fuentes en el reciente homenaje a García Márquez, que en nuestro medio Franz Kafka sería un escritor costumbrista.

En la realidad de la crónica (que correspondería en la novela a la realidad de la ficción, del arte-facto), Cristian Valencia es ayudado no sólo por su narrador en primera persona, acusado ya de dios y suplantador, sino por la creadora principal, con su técnica narrativa de construir y reconstruir sin afirmar nada, dejando así un buen espacio al lector.

En la realidad real, Giselle tiene una “nueva vida”; incluye a Pepe, Pinocho y Juan de Dios, las calles de Bogotá, las flores del cementerio, los enamorados que compran esas flores en la Zona Rosa. Es su nuevo asidero; ya no tiene un papel que la identifique, ahora su identidad es una historia. Una nueva memoria la aleja de la locura. Y aquí tienen la palabra los hacedores: “La biografía nos dice ‘eres lo que fuiste’. La novela dice: ‘eres lo que imaginas’. La confesión nos dice: ‘eres lo que hiciste’. Pero biografía, confesión o novela requieren memoria, pues la memoria, dice Shakespeare, es el guardián de la mente.” (Fuentes, 2002).

Ya que la incertidumbre y el no-saberse son temas en la crónica analizada, no se distinguen los límites entre la realidad real, la supuesta existencia de la que vino Giselle y la realidad de la crónica. No es fácil advertir cuándo se muda entre realidad y fantasía, o realidad y creación. No se sabe cuándo está de vuelta desde esas instancias. Con todo, esa definición de planos de realidad pasa por inocua e “irreal”. Y no hace falta la cita de autoridad de Gabriel García Márquez en Cómo se cuenta un cuento: “La imaginación trabaja sobre esos datos [los que da la realidad] y a menudo se queda corta, como es natural. Porque la inventiva de la realidad no tiene límites.” (García Márquez, 1995)

El escritor reflexiona sobre su oficio

La presencia de El Escritor no se percibe solamente por las estrategias que pone por obra, sino especialmente por las reflexiones que hace sobre su oficio y el proceso de creación en general. Una lectura intencional detecta al menos siete de esas intervenciones.

Desde el inicio, el cronista le da a Giselle status de creadora, reconoce su “infalible técnica narrativa”, que combina realidad, recuerdos e imaginación, en un acuerdo inmejorable. Después de pensar en lo que piensa todo artesano, artista, creador o descubridor –en los aprendices–, Cristian Valencia nos propone su propia creación como modelo: “supongo que alguno de los relatos sería más o menos así”.

Uno de los primeros trayectos en la construcción de una historia es el de la verosimilitud; algunos escritores lo salvan mencionando un antiguo manuscrito que al fin deciden dar a la imprenta; otros mencionan un personaje, lugar o tiempo conocidos; otros entran de lleno dentro de la historia y de inmediato el lector firma el acuerdo con el creador, con la única condición de que la obra esté bien escrita. Giselle sostiene su historia en unos recuerdos borrosos, en sueños y suposiciones, en posibles lecturas, y en un informante que casi no puede dar razón de sí mismo.

Pero hay también una forma, que se podría llamar negativa, de darle verosimilitud a un relato. Giselle lo utiliza, iniciando con la confesión: “poco me importa la veracidad de tales hechos”, y reconociendo enseguida ante la audiencia posible que puede tratarse de un juego. ¿No le importa que le crean? Sí le importa. Pero llega a la verosimilitud por otro camino: si la historia no la tiene, si hay baches evidentes, es mejor confesar para ganarse la confianza –o la compasión– de ese juez riguroso que se acomoda delante del texto. Reconocer las debilidades es también una estrategia, con ellas se suscribe un convenio con cláusulas y condiciones aceptables, que no ofenden la inteligencia de nadie y, de paso, pueden convertirse en excelente técnica narrativa, como en las múltiples voces que relatan la muerte de Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada.

Por ese mismo camino, Giselle (o el narrador encargado por Cristian) sigue contándole intimidades creativas a los lectores (aquí en plural), que para algunos será una amabilidad excesiva. Pero bueno, en todo caso hay que ajustar los “tornillos”, como dice Gabriel García Márquez, para que la insistencia en el “Dice que dijo, Dice que dije” no vaya a sonar “odioso y le quite ritmo a la narración”. El diablo es puerco.

Al final del relato, le quita la palabra Cristian a su narrador para insistir en la verosimilitud, para excusarse tal vez por su intervención –por demás permitida en este género– ; entonces reconoce que incluyó, para darle la merecida altura literaria, “los artilugios necesarios de la ficción”. No es posible juzgar al escritor y recriminarle aquello de “Excusa no pedida…”, porque en varias momentos de la lectura surgió la pregunta de si sería Cristian o Giselle quien le narraba. Además, es precisamente en este punto de la estructura que Cristian desmonta al lector en la realidad real, alelado e indigente, para entregarle el fardo de incertidumbre que se nombró al comienzo.

Y, en el último párrafo, no se despide una mujer sin huellas, sino varios seres, a saber: Cristian El Escritor, El Periodista que lo acompaña, y otro Cristian que se asoma con insistencia en el argumento, el Realizador de Cine. (Perdón por las mayúsculas).

Regresar siempre

Y luego de todo el recorrido de lectura y análisis, puede regresar el lector al título “El eterno vuelo…”. No se sabe ya si será el que la trajo a las calles de Bogotá, desde una ciudad europea o desde cualquier capital latinoamericana; o el vuelo que desde niña soñó Giselle y, que en todo caso, a este mismo lugar la condujo; o el decolaje de los recuerdos, ese aleteo imperfecto de la memoria que se destroza contra un muro, y deviene en el avión de papel –o de palabras– que Pepe encontró un día en el cementerio, en medio de cuerpos mutilados; o el vuelo afortunado que la sacó del conjeturado hospital mental y la trajo a esta realidad, donde puede ser una mejor Giselle, Campoalegre o la Siempreviva (nombre y apodo insisten en su oposición al camposanto y a cualquier abolición del ser), liberada de remordimientos y tristezas, aunque no del todo aliviada de la carga de las preguntas. No obstante, libre, sí, de la esperanza, a la que no pretende dar oportunidad; esa que Nietzsche llama “odiosa palabra”, causa de sufrimiento –lo advirtieron a tiempo los estoicos pero nadie les hizo caso–, pues coloca al deseo en vilo, y desgarra al ser entre la realidad y una posibilidad lejana, inalcanzable o definitivamente inexistente, no-posibilidad.
Ya que esta es una historia depositada hace tiempo en alguna acera bogotana, el vuelo puede aludir a la imaginación, que pone al escritor a corregir –y al lector a completar– los olvidos de Dios. Viaje atizado por la pobreza o el placer de contar, cernido entre delirios de bazuco, documentos y huellas indescifrables e irrecuperables; mediado por las palabras de Cristian y los muchos seres que lo acompañan a narrar; alentado por la locura o la amnesia, que muy bien ayudan a remontar la cometa, pues las dos consideran a la memoria un tesoro, en evidente peligro de ser saqueado. Este vuelo condujo a Giselle al lugar donde armaron para ella la única historia que sabe de sí, que la lanza a contar, y esto es todo lo que tiene, lo único que heredan los lectores y que “si bien se mira –Gabo dixit–, no sirve para nada”.

Para el taller

Una historia siempre invita a su mundo; la lectura invita a la escritura; la realidad a la imaginación, y viceversa. Por eso, la protagonista de esta crónica, su cronista, los talleristas de la Red Nacional de Talleres, los hijos de vecino, y muy especialmente abuelos, cuenteros y escritores, quedan atrapados en ese limbo entre la realidad y la imaginación, que a todos deja insatisfechos pero anhelantes, con cierta manía definida por Ítalo Calvino en una crónica decididamente fantástica:

…esa manía de quien cuenta historias y nunca sabe si son más hermosas las que ocurrieron de verdad, y que al evocarlas traen consigo todo un mar de horas pasadas, de sentimientos menudos, tedios, felicidades, incertidumbres, vanaglorias, náuseas de uno mismo, o bien las que se inventan, en las que se corta por lo sano y todo parece fácil, pero después cuanto más se disparata más advierte uno que vuelve a hablar de las cosas que le han ocurrido.” (Calvino, 1988, pág. 199)


Bibliografía

Calvino, I. (1988). Nuestros antepasados. Madrid: Alianza Tres.
Fuentes, C. (27 de octubre de 2002). Gabo: memorias de la memoria. Imágenes, Diario La Opinión , 6.
García Márquez, G. (1995). Cómo se cuenta un cuento. Bogotá: Voluntad.
Stone, I. (1984). Codicia de vida. Barcelona: Plaza y Janés.
Valencia, C. (2005). El eterno vuelo de Giselle. Bogotá: En: www.populardelujo.com sección textos/bogotá08/2005.
Vargas Llosa, M. (1971). Gabriel García Márquez: historia de un deicidio. Caracas: Monte Ávila.

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